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miércoles, 18 de mayo de 2011

Crecimiento espiritual - Estudio 2 -

“Antes bien, creced en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo” (2ª Pedro 3:18).

He oído contar de un muchacho a quien su madre halló en el jardín al lado de un girasol, tratando de medirse con él. Cuando su madre le preguntó qué significaba aquello, el niño le dijo que trataba de crecer, que quería ser tan alto como el girasol. Cuán verdad es lo que ha dicho el Maestro de nuestros esfuerzos para crecer: “¿Quién de vosotros podrá, por mucho que se afane, añadir a su estatura un codo?”. El muchacho se estiraba, pero eso no aumentó su estatura. Su madre le diría que lo mejor que podía hacer para crecer era ir a cenar y comérselo todo, hacer ejercicio y estar contento, y que con ello crecería, sin tener que preocuparse de crecer. El deseo de crecer no servía de nada; lo apropiado era poner los ingredientes necesarios.

Lo mismo ocurre con nuestra vida espiritual. El preocuparse y afanarse no ensancha nuestra madurez espiritual. Dios mismo ha revelado el secreto del crecimiento y no es muy distinto del que dio la madre al niño.

Veamos algunos de los principios del progreso espiritual.


La relación del crecimiento con la santificación
 


No hay un solo párrafo en las Escrituras que despliegue de modo más sustancial las profundidades y alturas de la vida cristiana que los once primeros versículos de 2ª Pedro 1. El versículo 5 es una invitación a crecer en la gracia, pero el versículo 4 nos da el punto de partida desde el cual ha de empezar este crecimiento. No se trata de otra cosa que de la experiencia de la santificación. Las personas a quienes se dirige todo esto ya se supone que han “huido de la corrupción que hay en el mundo a causa de la concupiscencia”, y han pasado a ser “participantes de la naturaleza divina”.

Estos dos hechos constituyen toda la santificación. Es esta experiencia por la cual somos unidos a Cristo en un sentido personal y divino que pasamos a participar de su naturaleza, y la misma persona de Cristo, por medio del Espíritu Santo, viene a residir en nuestros corazones y por medio de este revestimiento pasa a ser la sustancia y soporte de nuestra vida espiritual. El efecto de esto es librarnos “de la corrupción que hay en el mundo a causa de la concupiscencia”. El revestimiento de Dios excluye el poder del pecado y el deseo del mal, que es precisamente lo que significa la palabra concupiscencia. Los tiempos de verbo griegos no dejan lugar a duda sobre la cuestión del tiempo y orden de los sucesos. Esta liberación de la corrupción precede a la orden de crecer, y es el mismo terreno de esta orden. Es decir, Dios ha provisto para nuestra santificación y nos ha impartido su naturaleza y librado del poder del pecado, y es por esta razón que hemos de crecer.

Es evidente, pues, que no crecemos hacia la santificación, sino que crecemos de la santificación a la madurez. Esto se corresponde exactamente con la descripción del crecimiento de Cristo mismo, en Lucas 2: “Y el niño crecía y se fortalecía, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios era sobre él” (v. 40). Nadie va a decir que creció para la santificación. Era santificado desde el principio. Era un niño santificado y creció y se hizo hombre. Y un poco más tarde, en Lucas 2:52 se añade que, a la edad de 12 años “Jesús crecía en sabiduría y en estatura, y en gracia para con Dios y los hombres”.

Y así el mismo Cristo es formado en cada uno de nosotros. Se forma como un niño y crece, como Cristo hizo en la tierra, y madura en nuestra vida espiritual, y nosotros crecemos en una unión más íntima con él, y una dependencia íntima y más habitual de él para todas nuestras acciones y nuestra vida.

Amados, ¿hemos llegado al punto de partida del crecimiento espiritual por haber recibido a Cristo como nuestro santificador y nuestra vida?

La relación del crecimiento con las provisiones y recursos de la gracia divina

El mismo hermoso pasaje destaca esto también con gran plenitud y claridad. “Como todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad nos han sido dadas por su divino poder, mediante el conocimiento de aquel que nos llamó por su gloria y excelencia, por medio de las cuales nos ha dado preciosas y grandísimas promesas”. Aquí se nos enseña que Dios ha provisto todos los recursos necesarios para una vida cristiana madura y santa. Estos recursos han sido provistos para nosotros por medio de las gracias y virtudes de nuestro Señor Jesucristo, y nosotros hemos sido llamados a recibirlos y compartirlos. Él nos reviste de su carácter y de sus vestiduras, y nosotros hemos de exhibirlas a los hombres y a los ángeles. Y estas provisiones de gracia son puestas a nuestro alcance, a través de “preciosas y grandísimas promesas” que podemos reclamar y cambiar en divisas celestiales con que negociar toda bendición necesaria.

Esta es la concepción de la vida cristiana que se nos da en el primer capítulo del Evangelio de Juan, en esta corta y maravillosa expresión “gracia sobre gracia”. Esto es, cada gracia que necesitamos ejercitar ya existe en Cristo, y puede ser traspasada a nuestra vida desde él, cuando recibimos de su plenitud, gracia sobre gracia.

En el monte, Moisés recibió órdenes de estudiar un modelo del Tabernáculo, algo así como los modelos que hay en nuestras oficinas de patentes, y que luego son construidos en la realidad. Unas semanas más tarde se podía ver el mismo Tabernáculo que iba siendo construido pieza a pieza en el valle abajo, y cuando quedó completado, era un facsímil exacto del que había visto Moisés en el monte, porque la orden explícita de Dios fue: “Mira, haz todas las cosas conforme al modelo que se te ha mostrado en el monte”.

El tabernáculo que Dios está construyendo en nuestras vidas se corresponde con aquél. Es precisamente tan celestial en estructura como el otro y, mucho más importante, está destinado a ser, y es, un santuario para Dios. Éste también tiene su modelo en el monte, y podemos verlo con los ojos de la fe, el modelo de lo que ha de ser nuestra vida, la pauta, el plan de todas las gracias de que hemos de ser ejemplo, y la vida que ha de ser edificada, establecida. Todo el material de nuestro edificio espiritual está allí ya, provisto, y el diseño ha sido elaborado en el propósito de Dios y en las provisiones de su gracia. Pero hemos de tomar estos recursos y materiales y momento tras momento, paso a paso, y transferirlo a nuestras vidas. No tenemos que hacer las gracias nosotros mismos, sino tomarlas, llevarlas, vivirlas, exhibirlas. “De su plenitud tomamos todos y gracia sobre gracia”. Sus gracias por nuestras gracias, su amor por nuestro amor, su confianza por nuestra confianza, su poder por nuestra fuerza.

Relación del crecimiento espiritual con nuestros propios esfuerzos y responsabilidad

Aunque es verdad, por una parte, que todos los recursos son provistos divinamente, esto no justifica, por nuestra parte, que tengamos un espíritu de negligencia, pasivo, sino que nos emplaza para que tengamos más diligencia y sinceridad en proseguir adelante en nuestra carrera espiritual. Y por esto el apóstol añade, después de enumerar los recursos de la gracia: “poniendo toda diligencia por esto mismo, añadid a vuestra fe virtud...”, etc. No sirve un lánguido apoyarse en la gracia de Dios, un fatalismo de ensueño, basado en el propósito del Todopoderoso y en su poder, sino una energía incesante y vigorosa por nuestra parte para corresponder a él con la cooperación de nuestra fe, vigilancia y obediencia. El mismo hecho de que haya provisión de gracia hecha por Dios es la base de la exhortación del apóstol a que demos seria atención a este asunto.

Es la misma idea que Pablo expresa en Filipenses: “Ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor, porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer por su buena voluntad”. Esto no significa que hemos de trabajar para nuestra salvación, porque aquí se nos tiene por ya salvados –pues de otra manera no sería “vuestra”–; la salvación siempre procede de él, y en este sentido es suya. Pero está todavía en embrión, en la infancia, es un principio interior de vida que tiene que ser desarrollado hasta su madurez en cada parte de nuestra vida, y para esto hemos de “poner toda diligencia”, una diligencia verdadera que llega hasta el extremo del “temor y temblor”.

En la parábola de las minas, a cada siervo se le da, al comienzo de su vida espiritual, una medida igual de recursos espirituales. La diferencia en los resultados se ha de hallar en la desigual medida en que ellos han usado el poder que se les ha dado. La diferencia está en la mayor o menor diligencia de los siervos.

Amados, ¿estamos poniendo toda diligencia para sacar el máximo de los recursos divinos, de las preciosas y grandísimas promesas, de la naturaleza divina dentro de nosotros?

La relación de los varios detalles y las respectivas gracias de nuestra vida cristiana

El versículo empleado para describir nuestro progreso espiritual es muy especial y lleno de exquisitas sugerencias. Es como una figura musical. No hay nada que exprese más perfectamente la idea de armonía y de adecuación que la música. Parafraseando nos diría: “Añadid a vuestra fe virtud, conocimiento, dominio propio", etc., exactamente como en una armonía musical perfecta se añade una nota a otra y un compás a otro hasta que se llega al majestuoso coro de aleluyas que hace resonar el cielo, sin que falte nada o haya nada discordante”.

Dios desea que nuestro crecimiento cristiano sea como el crecimiento de un sublime oratorio, un crecimiento en el cual las partes armonicen y el efecto entero sea tan armonioso que nuestra vida sea como un cántico celestial o un coro de aleluyas. La fe es la melodía, pero a esto hay que añadir las otras partes, la virtud, que constituye el tenor; la templanza, que sería el contralto; la paciencia, el bajo; y el conocimiento, la piedad y el amor, el canto mismo, del cual toda la música es el acompañamiento. Es fácil crecer en una dirección y ser fuerte en una peculiaridad, pero sólo la gracia de Dios y el poder de la naturaleza divina dentro puede hacernos capaces de crecer hasta él en todas las cosas, “hasta la medida de la estatura de la plenitud de Cristo”. Una cosa es tener fe y virtud, pero es distinto el tener esto unido al dominio propio y al amor. Una cosa es tener dominio propio, pero otra el que éste se halle combinado con conocimiento. Una cosa es tener afecto fraternal, pero es distinto de tener amor a todos los hombres. Una cosa es tener piedad, pero otra el tenerla en perfecta adecuación con el amor. Es la armonía de todas las partes lo que constituye la perfección del canto y la totalidad de la vida cristiana.

Amado, quizá Dios te ha educado en cada una de las gracias, pero ahora te está educando en la combinación de estas gracias en proporción perfecta, de modo que tu amor se ablande y dulcifique, y como en una cara bien proporcionada, no destaque en ninguna de sus facciones especiales, sino que dé una excelente impresión de conjunto. Así, las virtudes han de añadirse la una a la otra, pero mezcladas unas con otras y templadas la una con la otra. En esto consiste el poder del conjunto.

Se dice que un gran escultor fue visitado por un amigo dos veces en un intervalo de varios meses. El amigo se quedó asombrado al hallar que su trabajo no parecía haber hecho progreso alguno. “¿Qué has hecho durante este tiempo?”. “Bueno –dijo el escultor–, he retocado este rasgo, he redondeado esto, he levantado aquello”. “Pero, ¡esto son pequeñeces, pequeños toques!”. “Sí –dijo el artista– pero esto hace la perfección, y la perfección no es una pequeñez”.

Esta es una vieja historia, pero hay en ella una lección espiritual que no está gastada. Dios nos tiene años a veces haciéndonos aprender unos pocos toques celestiales, que constituyen la diferencia entre la imagen de Cristo y la imagen vulgar de una persona cualquiera.


































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