Con el rostro desencajado por la noche sin dormir, el cigarrillo, el café y el alcohol, Ériko se incorporó del sofá y, aparentando un aire de indiferencia para con la vida, se aproximó, tambaleando, a la ventana.
El panorama, desde donde él estaba, era un espectáculo impresionante. El sol despuntaba en el horizonte, recortando las siluetas de los edificios en el centro de Richmond. Pero a él no le importó eso. Sin pensarlo dos veces, se lanzó al abismo.
Vivía en un pequeño departamento del décimo piso. Sus únicos compañeros, en los últimos días, habían sido los libros esparcidos por el suelo, un gato, la soledad de divorciado y una montaña de cuentas a pagar...