La mañana está fría aquí, en Santa fe. No me gusta esta época del año. Las hojas secas, caídas en el suelo, me recuerdan las consecuencias tristes del pecado. Hace rato que estoy aquí, tratando de desarrollar el pensamiento del texto que tengo delante de mí. Oro a Dios, y nada viene a mi mente. Me preocupo. Falta poco tiempo para entregar este manuscrito, y no llegué siquiera a la mitad del trabajo.
Súbitamente siento el frío helado de estas montañas acariciando mi rostro, y empiezo a escribir. ¡Es maravilloso! Descubrir que soy un instrumento, en las manos de Dios, para llevar una palabra de consuelo al joven herido, al anciano triste y a la madre desesperada. Tener libertad, páginas en blanco, y todas las palabras guardadas en un rincón del alma...